Esa tarde ella llegó por primera vez a la consulta. Había estado meses para decidir hacer aquella llamada, paseando de un lado para otro de la cartera aquella pequeña tarjeta con el contacto, que una conocida le había pasado. Pensó una y mil veces “yo puedo sola”, “yo debería poder con esto sola” pero se percató que con esto ella no estaba pudiendo. 

Irene sabía que necesitaba bajar de peso. Hacía unas pocas semanas se había realizado los estudios de rutina. Sus valores en sangre esta vez se veían más alterados que en la oportunidad anterior. Su médico fue enfático al decirle que estaba obesa y que necesitaba urgentemente comenzar un tratamiento.

Ella era una mujer de unos 44 años de edad, de estatura media, que en los últimos diez años había ido ganando peso hasta llegar a estar obesa. Su aspecto era el de una mujer mayor al de la edad que realmente tenía, su vestimenta parecía algo seria y aburrida. Siempre vestía de color negro, siempre con el mismo conjunto como si su atuendo fuera una especie de uniforme, que ella no se podía cambiar. Llevaba una melena lacia más bien corta y algunas canas ya se comenzaban a notar. Su piel parecía algo curtida, pero no necesariamente por el sol, sino por la huella del paso del tiempo,  algunos pliegues en su cutis se hacían visibles, ya se veían algunas arrugas. Ella era una bella mujer. Su trato era agradable, parecía ser una mujer inteligente, con una extraordinaria grandeza para brindarse a los demás, con una extraña y equilibrada dosis de sensibilidad y fortaleza a la misma vez. 

Cuando Irene se subió a la bascula, no daba crédito de aquella cifra… permaneció perpleja, miró más de una vez, desconfiando de lo que le devolvía aquella balanza… Resopló y con algo de congoja, aclaró su garganta y dijo:   ”No entiendo… ¿cómo llegué a este punto?”… “No sé si podré hacerlo, porque yo… yo no tengo voluntad”. 

Cuando nos acercamos al espejo, Irene bajó la cabeza. Y fue ahí cuando pregunté: “Irene, ¿Cuándo dejaste de mirarte al espejo?”. Negando con la cabeza, rompió en llanto. Seguramente, había perdido rastro de cuánto tiempo hacía que ella no se veía al espejo o mejor dicho, se veía en el espejo pero sin verse… como si el reflejo de sí misma no le perteneciera, como si esa imagen que estaba en el espejo fuera de otro que nada tenía que ver con ella. Permanecimos unos minutos en silencio, hasta que por fin, Irene pudo comenzar a hablar. 

Lo cierto, es que Irene venía de transitar por varios campos de batalla y su historia estaba cargada de un profundo dolor y de pérdidas. Irene se había caído y levantado una y mil veces y si había algo que yo podía afirmar es que a esta mujer, voluntad no era necesariamente lo que le faltaba. 

Esa tarde cuando nos despedimos, tuve la impresión de que ese día marcaría un nuevo comienzo para ella, una nueva oportunidad… un espacio, un lugar que no estaba pudiendo hacerse afuera del consultorio, en su vida, por y para sí misma. 

Esa tarde, una vez más, intuí que en oportunidades, el cuerpo guarda algunos secretos… que detrás de cada kilo hay historias que permanecen guardadas y que en la medida en que estos misterios se develaran por medio de la palabra, mientras se produjera el descenso de peso, en Irene aparecería algo más propio de su deseo más genuino, asociado a esa necesidad imperiosa de comenzar “dibujarse”, pero por sobre todo, de dejar de ser invisible.  

Lic. Psic. Nikol Grimberg